Club de lectura y taller de escritura en Valencia: Elena Poniatowska y sus pasiones literarias

23 Oct

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   Hay muchas clases de elecciones. Elena Poniatowska, llamada por su familia europea la Princesa Roja, ha llevado una vida consagrada al periodismo y la literatura donde apenas han tenido cabida herencias como las de su título de princesa de Polonia u otras pasiones lejanas a la palabra. «Retrato del viento» y «Querido Diego, te abraza Quiela» serán dos de las obras  de esta excelente narradora y periodista mexicana -ganadora entre otros muchos galardones literarios del Premio Miguel de Cervantes– que inaugurarán, para los seguidores de «Libro, vuela libre», el próximo encuentro literario en curso de nuestro taller de escritura en Valencia.

Taller de escritura en Valencia / Club de lectura de LIBRO, VUELA LIBRE: la literatura de Elena Poniatowska

taller-de-escritura-en-valencia«Leí desde muy pequeño, así entré en contacto con el mundo. Entré a la escuela de los maristas muy chiquito, había vacas y cuando los zapatistas llegaban a pedir forraje se quitaban el sombrero. Por eso me cayeron bien. De la primaria salí hecho un burro total, con ansias de saber. Terminé el sexto y después he sido autodidacta. Como nos prohibieron abrir la obra de los Enciclopedistas, lo primero que leí fue a Rousseau. Leí mucho de niño, muchísimo, de joven, de viejo, vuelvo siempre a los clásicos, toda la vida. En mi época los artistas necesitaban dividir su vida en dos partes: una, trabajar para comer; otra, el placer de la creación. Intenté varias cosas, porque cuando uno es joven no sabe lo que quiere, y como quise tener una forma de vivir un poco sólida, aprendí contabilidad, pero el sentido burocrático no me agradó jamás. Antes de la fotografía empecé la medicina homeopática, pero tampoco encontré allí mi camino. Mis hermanos, mis parientes, me decían: »¡Ay, Manuel!, me duele esto, siento lo otro, ¿qué tomo?», y yo les daba chochitos. Estudié mucho, pero creo que mi hermana se aliviaba más por sentido familiar que por la homeopatía. Después de mi fracasado intento de médico chochero, me metí a San Carlos, pero tampoco. En las calles del Centro veía merolicos, ropavejeros, peluqueros, zapateros remendones, fotógrafos ambulantes, señoras que venden elotes, quesadilleras de banqueta, herbolarias y pajaritos adivinadores, evangelistas e impresores al aire libre, trabajadores del fuego. Mariachis también. Hicieron su nido dentro de mí. Me conmovían.»

Elena Poniatowska, Retrato del viento (fragmento)

taller-de-escritura-en-valencia«Comía pensando en cómo lograr las sombras del rostro que acababa de dejar, cenaba a toda velocidad recordando el cuadro en el caballete, cuando hacía ensayos de encáustica pensaba en el momento en que volvería a abrir la puerta del taller y su familiar y persistente olor a espliego. Llegué incluso a ir a la Universidad, con el deseo de investigar a fondo en uno de los laboratorios la física y la química de la pintura. Para la encáustica, fundí mi propia cera, con un soplete, para después ponerle esencia de espliego y pigmentos y de vez en cuando los universitarios se asomaban y me preguntaban: «¿Cómo va el color?». A la hora de comer, me enojaba si alguien me dirigía la palabra, distrayéndome de mis pensamientos, fijos en la próxima línea que habría de trazar y que deseaba yo continua y pura y exacta. Entonces estaba poseída, Diego, y tenía solo veinte años. Nunca me sentí cansada, al contrario, me hubiera muerto si alguien me obliga a dejar esa vida. Evité el teatro, evité los paseos, evité hasta la compañía de los demás, porque el grado de gozo que me proporcionaban era mucho menor que el placer intensísimo que me daba aprender mi oficio. Suscité envidias entre mis compañeros por los elogios que me prodigó André Lhote. Una vez se detuvo ante una cabeza vista desde abajo y me preguntó:
—¿Hizo usted esto sola?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?
—Diez días.
Tres compañeras, una danesa, una española y una francesa, que estudiaban desde hacía tres años, se acercaron a oír.
—Tiene usted disposiciones extraordinarias.
—¿Quiere usted, maestro que le enseñe otra cabeza?
—Enséñeme inmediatamente todo lo que ha hecho. Quiero ver hasta su más mínimo trazo.
Saqué todo y las demás nos hicieron rueda. Veía yo los ojos de la española, quien dibuja admirablemente (hacía notables academias con modelos magníficos e incluso entraba al Louvre a copiar), ennegrecerse a medida que él hablaba, su rostro se había vaciado de color mientras que mis mejillas estaban enrojecidas de placer. Fue tanto lo que me estimuló Lhote, que iba yo hasta los sábados en la noche y el director me miraba con simpatía. «Mademoiselle Biélova, es magnífico, trabaja usted cuando todos van a descansar o a divertirse.» «Es que no tengo nada que hacer, monsieur.» De abrir el atelier los domingos, allí me hubieran encontrado. Los domingos subía yo a Saint Cloud, Diego, siempre me gustó ese paseo; caminar bajo los árboles frutales en medio del campo verde con mi cuaderno de apuntes. Parecía yo un fotógrafo con lápiz en vez de cámara. Cubría yo de apuntes las tres cuartas partes de la libreta y en un rincón de una hoja dibujada, aún conservo un Emploi du Temps que ahora me hace sonreír, porque dividí las veinticuatro horas del día en tal forma que me quedaron cinco para dormir, una para vestirme y bañarme maldiciendo el agua que se hiela en las tuberías y hay que poner a calentar sobre la estufa, dos horas para las tres comidas del día (no por mí, sino por la tía Natasha, quien me reprochaba el no visitarla, no escucharla, cuidarme mal, no tomar aire fresco, no acompañarla de compras o de visita) y dieciséis horas para pintar.»

Elena Poniatowska. Querido Diego, te abraza Quiela (fragmento)

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