Un remolino de reflexiones sobre el arte de escribir y una cuidada selección de interrogantes sobre la creación literaria llegan a los talleres en Valencia de escritura creativa adscritos a LIBRO, VUELA LIBRE.
La palabra muda, el agudo ensayo sobre las contradicciones de la literatura de Jacques Ranciére, será la obra que abrirá nuestro próximo debate literario. La aguda sensibilidad de este polémico pensador frente a las desigualdades sociales y las últimas propuestas de nuestro club de veteranos sobre cómo publicar un libro serán los detonantes de los próximos encuentros del taller literario en curso con la clave 76:
Talleres en Valencia de escritura creativa: la palabra muda de Jacques Ranciére. Clave 76 del taller literario en curso
La palabra muda de Jacques Ranciére
» El estilo está por entero en la «concepción del tema», en ese «hilo» que tiene que unir las «perlas» del collar, o los fragmentos de la guirnalda schlegeliana. La tentación de San Antonio se contentaba con prodigar esas perlas en montón. Y es necesario que la «concepción del tema» las una. Solo que cada frase o cada encadenamiento de frases pone en juego esa «concepción» y revela la contradicción que la habita. Porque la «concepción» es, en realidad, dos cosas en una: el armado clásico de una acción dramática, tal como la establecía el sistema representativo, y aquello que la deshace: ese poder visionario que la levanta imperceptiblemente, frase a frase, para dejar sentir, por debajo de la prosa banal de las comunicaciones sociales y de las disposiciones narrativas ordinarias, la prosa poética del gran orden o el gran desorden: la música de las afecciones y las percepciones desligadas, revueltas en el gran río indiferente de lo Infinito. La «concepción» es precisamente la contradicción en acto de las dos poéticas. Por eso el término «música» es más que una metáfora aquí, y más que caprichos de esteta las célebres frases de Flaubert, que exigen a la sonoridad de la frase que pruebe la verdad de la idea. Reformulan, en efecto, la contradicción constitutiva de la literatura, esa contradicción que el «libro sobre nada» pretendía superar.
Haciendo bascular la economía del sistema expresivo, el estilo-manera de ver pensaba suprimir la contradicción, concertar la subjetividad de la escritura novelesca y la objetividad de la visión. Solo que este acuerdo se pone en riesgo en cada frase a través de la equivalencia de la sintaxis narrativa y de la antisintaxis contemplativa. La línea recta del relato no es interrumpida por momentos de contemplación, se compone de esos mismos momentos: el relato representativo está constituido de átomos de antirrepresentación. Pero el arte de la antirrepresentación tiene un nombre: se llama música. La música, dice Schopenhauer, es la expresión directa de la «voluntad». Una vez más, no hay necesidad de haberlo leído, basta con ser un artista romántico consecuente para encontrar la misma lógica en la obra de ese estilo que realiza lo incondicionado de la «voluntad» artística. El ideal «plástico» flaubertiano aspira a reconstituir la objetividad épica a partir de la danza de los átomos desligados. Pero esa danza no puede figurarse. Se oye solamente como música de la frase. Esto explica el papel del célebre gabinete donde Flaubert declamaba sus textos. El estilo reside enteramente en la «concepción». Pero el escritor que forja esas frases se queja incesantemente de «no ver» en lo que escribe. Y entonces tiene que atribuir al sonido de la frase el cuidado de verificar esa verdad de la visión que no se deja ver. La «visión» del «especialista» balzaciano se atravesaba en medio de la escritura de la novela. La del estilo flaubertiano viene a identificarse con su composición, pero a condición de volverse invisible en ella, de convertirse en música. La «manera absoluta de ver» no se deja ver. Sólo se deja oír, como música de esos átomos de antirrepresentación que componen la historia novelesca. El estilo-manera de ver que hace desaparecer la lógica representativa también tiene que volver imperceptible esa desaparición volviéndose música: el arte que habla sin hablar, que pretende hablar sin hablar. La bella forma plástica que volvía la frase del libro sobre nada comparable a una estatua griega se identifica ahora con el mutismo de la música. Pero ese mismo mutismo tiende hacia el límite en el que se identifica con la banalidad ordinaria de la palabra. Al salir de su contemplación para preguntarle qué está buscando al médico cuya búsqueda ignorábamos, Mademoiselle Rouault hace que todo un mundo de causalidad se desmorone. Pero para que este desmoronamiento haga existir el amor de los personajes, tiene que desvanecerse en la banalidad de un diálogo absolutamente insignificante: «-¿Busca algo? -preguntó. -La fusta, por favor -repuso el médico». La danza de los átomos no es más que la música de una desaparición, la música del doble silencio que separa la banalidad de un enunciado narrativo («Se dio vuelta») del episodio contemplativo que lo precede (la contemplación de las judías caídas) y del diálogo mínimo que lo sigue. «
Jacques Ranciére, La palabra muda
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La luna es la dama blanca que inspira a los poetas en las noches oscuras del desamor.
Armonia
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