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EL GEN LITERARIO DE LAS HERMANAS BRONTË.Talleres de escritura en curso: tributos

4 Abr

Hermanas Brontë    En 1846 una romántica casa familiar en Haworth, al norte de Inglaterra, fue testigo de un hecho asombroso: tres hermanas bien educadas, inquietas y que no respondían en absoluto a los cánones femeninos de su época se aislaron del mundo y crearon tres grandes clásicos de la literatura inglesa. En los debates en curso de nuestros talleres de escritura creativa en Valencia queremos homenajear esta semana el talento de las autoras de  Jane Eyre, Cumbres borrascosas y Agnes Grey, y celebrar su inmenso amor por la escrituracoraje. Sin ellos no habrían podido afrontar las limitaciones que la sociedad victoriana imponía a las mujeres en la primera mitad del siglo XIX ni los agudos reproches morales de los críticos literarios del momento.

Logo Medio Talleres LIBROVUELALIBRETRIBUTOS DEL TALLER DE ESCRITURA CREATIVA EN CURSO: EL GEN LITERARIO DE LAS HERMANAS BRONTË: 

   Charlotte, Emily y Anne Brontë, las tres hijas más jóvenes del reverendo Patrick Brontë, crecieron de forma inusual en el contexto social de su época, ya que compaginaron las tareas domésticas y labores propias de su género con la lectura, la escritura y el cultivo apasionado de su imaginación y de su gran capacidad para crear ficciones. Una capacidad sorprendente, que les hizo pasar a la historia -pese a su muerte prematura por tuberculosis a los 38, 31 y 30 años respectivamente- como referentes clásicos de la novela inglesa romántica.  

    Pero su muerte precoz por tuberculosis y su incuestionable amor y lucha por la escritura no fueron los únicos datos coincidentes en la biografía de las tres hermanas: las tres compartieron también el dolor por la pérdida temprana de su madre y de sus dos hermanas mayores a manos de la misma enfermedad; y su adoración  por Branwell, el único hermano que les había quedado vivo, y por los páramos rocosos de su hogar familiar en Haworth; y un carácter independiente y curioso que chocaba bastante con el que solían exhibir las mujeres de su tiempo. Su simbiosis a la hora de escribir era extraordinaria y,  aunque los poemas habían sido su puerta de entrada a la literatura, un misterioso gen literario hizo posible que en la misma familia y el mismo año ellas escribieran tres de las grandes novelas inglesas de mitad del siglo XIX.    

   Para evitar los prejuicios de su tiempo sobre las mujeres escritoras, firmaron sus obras con los seúdonimos masculinos de Currer, Ellis y Acton Bell. No obstante los críticos literarios de la  época victoriana siguieron poniendo el grito en el cielo porque tres hermanos, apellidados Bell, se atrevían a mostrar en sus novelas personajes femeninos llenos de pasión y rebeldía, que en nada se parecían al ideal sumiso y pasivo que imperaba.

   El talento y la pasión de estas tres mujeres por la escritura hicieron posible, contra todo pronóstico, que sus cortas vidas nos dejaran un interesante legado literario. Es por eso que el genio como novelista de Charlotte Brontë; la originalidad, las estructuras innovadoras y la delicada sensibilidad poética de Emily Brontë; y la valentía de Anne Brontë al tratar literariamente las circunstancias de los personajes femeninos de su época, nos acompañarán en las reflexiones, debates y tributos de nuestro taller literario en Valencia en curso.

Novelas principales de las hermanas Brontë:

Charlotte BrontëCharlotte Brontë, con el seudónimo de Currer Bell (21 de abril de 1816 – 31 de marzo de 1855):

Jane Eyre (1847)

Villette (1853)

Emily BrontëEmily Brontë, con el seudónimo de Ellis Bell (30 de julio de 1818 – 19 de diciembre de 1848):

Cumbres Borrascosas (1847)  

Anne BrontëAnne Brontë, con el seudónimo de Acton Bell (17 de enero de 1820 – 28 de mayo de 1849):

Agnes Grey (1847)

La inquilina de Wildfell Hall (1848)

Materiales complementarios de la clave CB3. Tributos a la narrativa de Charlotte Brontë:

«A la señorita Ingram le faltaba algo para provocar mis celos: era demasiado imperfecta para despertarlos. Perdona esta aparente paradoja: sé lo que me digo. Era muy llamativa, pero no era auténtica. Tenía un bello cuerpo y muchos talentos deslumbradores, pero su mente era mediocre y su corazón yermo por naturaleza. No florecía nada de manera espontánea en esa tierra; ningún fruto natural deleitaba por su lozanía. No era buena, no era original: acostumbraba a repetir citas altisonantes de los libros, pero nunca ofrecía, ni tenía, opinión propia. Preconizaba sentimientos elevados, pero desconocía los sentimientos de compasión y piedad, carecía de ternura y sinceridad. Demostraba esto con demasiada frecuencia, descargando la antipatía malévola que albergaba contra la pequeña Adèle, rechazándola con algún epíteto ofensivo cuando se acercaba ésta, a veces echándola de la habitación, y tratándola siempre con frialdad y acritud. Otros ojos, además de los míos, observaban estas manifestaciones de carácter; las observaban de cerca, con agudeza y perspicacia. Sí, el futuro novio, el señor Rochester mismo, ejercía una vigilancia constante sobre su pretendida; y fueron su sagacidad, su recelo, su conciencia perfecta y diáfana de los defectos de su amada, la evidente ausencia de pasión de sus sentimientos por ella, lo que me causaban un sufrimiento incesante.

Me di cuenta de que se iba a casar con ella por razones de familia o, quizás, políticas, porque le convenían su rango y sus conexiones. Me parecía que no le había entregado su amor y que ella no tenía las cualidades necesarias para ganar ese tesoro. Ésta era la cuestión, esto era lo que me exasperaba y torturaba los nervios, aquí residía mi sufrimiento: ella no era capaz de enamorarlo.

Si ella hubiera conseguido una victoria inmediata y él hubiera depositado su corazón a sus pies, yo me habría tapado la cara, me habría vuelto hacia la pared y (metafóricamente) habría muerto para ellos. Si la señorita Ingram hubiese sido una mujer buena y noble, dotada de fuerza, fervor, bondad y sentido, yo habría librado una batalla con dos tigres: los celos y la desesperación. Después de que éstos me hubieran arrancado y devorado el corazón, la habría admirado, habría reconocido su perfección y me habría callado durante el resto de mis días. Cuanto más absoluta su superioridad, más profunda habría sido mi admiración y más serena mi resignación. Pero, tal como estaban las cosas, observar los intentos de la señorita Ingram de fascinar al señor Rochester, ser testigo de sus constantes fracasos sin que ella se diese cuenta de ello, creyendo, en su vanidad, que cada flecha disparada daba en el blanco y vanagloriándose de su éxito, cuando su orgullo y engreimiento repelían cada vez más lo que ella pretendía atraer; ser testigo de aquello era hallarse bajo una excitación sin fin y una despiadada represión.»

Fragmento de «Jane Eyre», de Charlotte Brontë

CLUB DE RELATOS«Representaba una mujer de tamaño bastante mayor que el real, según pude ver. Calculé que aquella dama, metida en un embalaje de los que se usan para transportar muebles, y pesada luego, arrojaría una cifra de catorce o dieciséis arrobas. Era en verdad una buena moza, extraordinariamente bien alimentada: mucha carne -por no decir nada del pan, las verduras y la fruta- debía haber consumido para alcanzar aquel peso y aquella talla, tal riqueza de músculos y tal abundancia de carne. Yacía medio reclinada en un diván, imposible concretar por qué. La luz del día ardía a su alrededor. Parecía disfrutar de una excelente salud y ser lo bastante fuerte para realizar el trabajo de dos cocineras. No le era posible alegar ninguna enfermedad en la columna vertebral, de modo que habría tenido que estar de pie o, por lo menos, sentada. No tenía motivos aparentes para haraganear por la mañana en un diván. Habría debido vestirse decentemente, cubrirse con una bata; ¡pero nada de eso, sino todo lo contrario! Se las arreglaba para no poder cubrirse con la enorme abundancia de telas -unas veintisiete yardas, según mis cálculos- Además, no había excusa para la mísera suciedad que la rodeaba: botellas y vasos -quizá debería decir mejor ánforas y copas- aparecían tiradas aquí y allá  en primer plano; un montón de flores desparramadas se mezclaban con ese despojos, y una absurda y amontonada masa  de cortinajes medio cubrían el diván y estorbaban en el suelo. Consulté el catálogo y descubrí que esa notable obra soportaba el título de ‘Cleopatra’.»
Charlotte Brontë, Villette (fragmento)

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